Ficciones como The company men y Margin Call, o documentales como Inside job, dejaron bien claro quienes fueron los culpables de la crisis 2008 y quienes sufren las consecuencias. Entonces, ¿cuál es la razón de ser de La gran apuesta? Me hice esta pregunta infinidad de veces antes de verla y por eso recién hoy estoy escribiendo sobre ella. Para quienes no encuentren una respuesta convincente, una buena excusa es conocer a su director: Adam Mckay.
Director, guionista y eventualmente actor, McKay es el creador (¡de pie señores!) de Ron Burgundy, y es el responsable de algunas de las mejores comedias de Will Ferrell (subjetividad pura que comparto probablemente con dos o tres personas más en el resto del mundo).
En The big short se exige dar una explicación de lo que sucedió con las subprime -y por qué todo se fue al carajo- contando la historia de algunas personas que supieron lo que iba a pasar mucho antes de que el caos se corporice, y que además ganaron millones apostando contra el sistema financiero de su país.
Lejos de celebrar este atrevimiento, parece afirmar: «Miren, cualquier persona con dos dedos de frente, si hubiese indagado un poco, habría llegado a la conclusión de que, tarde o temprano, todo se iba a ir a la mierda. No tiene nada de malo si de paso ganamos algunos dólares».
Con poca formalidad, alejándose del tono de cintas como las de J.C. Chandor y John Wells -sobre todo porque Mckay tiene un estilo propio muy acentuado- expone el caso de este grupo de personas que ganaron en un escenario en el que casi todos perdieron (o por lo menos eso parecía, después nos enteramos que los que perdieron fueron los perejiles y que gerentes de bancos se autopremiaron con sumas gigantes de dinero).
El Ben Ricket de Brad Pitt resume en pocas líneas el espíritu de la película. Cuando sus dos jóvenes pupilos festejan bailando por la millonada de dólares que acababan de ganar, les pide que no festejen, porque miles de estadounidenses estaban a punto de quedarse en la calle.
McKay tiene la clara intención clara de mostrarnos que ese micromundo financiero está podrido, que, por ejemplo, dentro de él las personas se prostituyen -no sólo sexualmente, que sería lo de menos- sin pudor y que el único fin es el dinero (y muchas veces es también el medio).
No se le escapa, sin embargo, que el hedor está en todas partes. Estamos en pleno boludeo, nos llenan de basura las 24 horas del día y la consumimos sin chistar; McKay lo demuestra con inserts de programas y publicidades televisivas. Nos distraen para que dejemos pasar lo realmente importante, somos el burro que va detrás de la zanahoria, somos los últimos de la fila y de puntas de pié ni siquiera llegamos a ver las sombras de la cueva de Platón.